
Apenas una semana me habrá bastado para aprender a amar este barco y su tripulación, para sentirme en casa. Ya encontré mi ritmo con los remos, mi lugar a bordo, la aventura empieza a tomar forma. La rutina apenas asoma cuando ya se ve interrumpida: frente a nosotros se alza lo infranqueable.
Una mezcla caótica de rápidos poderosos y enormes represas hidroeléctricas compone la zona fronteriza que nos conduce a Brasil. Las antiguas vías navegables ya no existen. Nos vemos obligados a poner pie en tierra para sacar a nuestra mariposa del agua y que pueda continuar su travesía hacia las lejanas extensiones azuladas.
El final de esta primera parte del viaje nos deja un sabor agridulce: el despegue y las primeras peripecias salieron bien, y justo cuando todo iba bien, nos cortan las alas. El esfuerzo físico se detiene de golpe, y da paso a la gimnasia mental: ¿Cómo sacar el barco del agua? ¿Cómo transportarlo más de 300 km? ¿Cómo resolver toda la burocracia?
Preguntas acompañadas, por supuesto, de su lote de dudas e inquietudes: ¿Nos ayudará el ejército brasileño? ¿Podrá la grúa llegar hasta la balsa desde la orilla? ¿Y si Pipilintu se rompiera durante la operación?
Este momento crucial nos recuerda que las dificultades no siempre están donde uno las espera, y que las soluciones rara vez son las previstas. Benjamin y Fabien cruzan a Brasil la misma noche de nuestra llegada, empeñados en contactar a todos los camioneros y transportistas del estado de Rondônia para encontrar a alguien dispuesto a ayudarnos sin arruinarnos.
Los 40 °C sin sombra le dan todo su sentido al famoso sentimiento de saudade, al recordar la suave y exuberante vegetación de la Amazonía boliviana. El estilo brasileño es más de cemento y asfalto, reflejo de una economía más próspera y “moderna”, sea cual sea el costo. Las negativas en cadena y los presupuestos delirantes terminan agotando la energía y el ánimo del dúo —sin mencionar las miradas sorprendidas de los automovilistas al ver a dos gringos haciendo dedo, sin aire acondicionado y sin água gelada.
Mientras tanto, Santi y yo nos quedamos a cargo de la logística en el barco, y para ser sincero, creo que tuve suerte de no hablar portugués esta vez. Nos alojamos a la sombra, en la capitanía de la Armada boliviana, en Cachuela Esperanza.
Para situar el contexto: este pueblo fue fundado a finales del siglo XIX para la explotación y exportación del caucho. Este recurso tan demandado trajo la riqueza al lugar, como lo demuestran los vestigios de sus antiguas infraestructuras: su teatro colonial, su hospital de última generación (hoy en ruinas), su escuela de varios pisos, o sus máquinas alemanas. De aquella prosperidad solo queda la sombra. Los edificios son ahora refugio de familias precarias. Las máquinas se oxidan entre la hierba alta.
Vaciamos el barco el primer día, con la ayuda de media docena de marineros —jóvenes de 18 años haciendo el servicio militar— bajo las órdenes tajantes de sus superiores: “¡Apúrate! ¡Vete a ayudar, rápido!” (o, en una traducción libre: “¿Tendrías la amabilidad de asistirlos?”, más o menos así).
Nos despiertan cada mañana para avisarnos que el desayuno está listo, igual al mediodía y también por la noche. Tenemos duchas, camas con mosquitero, y dos cachorros que buscan caricias. Los oficiales son amables, muy curiosos por escuchar nuestra historia y conocernos.
Los marineros, en cambio, parecen adolescentes dentro de uniformes demasiado grandes. Murmuran cuando se les habla, evitan la mirada y se mantienen discretos —al menos los primeros días. Terminaré aprendiendo todos sus nombres y apodos (no siempre políticamente correctos), riendo con ellos, e incluso consolando a uno que no recibió el ascenso prometido a su familia.
Esta vida comunitaria en un campamento militar está muy lejos del ritmo a bordo. Viven bajo reglas estrictas, gritan agradecimientos a la patria antes de comer, y son reprendidos por su lentitud. Y sin embargo, encuentro similitudes: la fraternidad, los turnos (nosotros para remar, ellos para vigilar la balsa), y el ritmo marcado de las actividades.
En pocos días, ya somos parte del pueblo. Tenemos nuestra tienda para las cervezas y pequeñas compras, nuestro restaurante con vista a los rápidos, nuestras pequeñas rutinas. La gente nos saluda en la calle, algunos incluso siguen pidiéndonos fotos.
Entonces llega la llamada de Fabien: los presupuestos son demasiado caros, el transporte desde Cachuela Esperanza no será posible. Hay que pensar en la otra opción. Cruzar lo infranqueable. Repetir la hazaña del Kota Mama 3.
Pipilintu tendrá que lanzarse en los rápidos.
Cambio de ritmo. Ahora debemos averiguar si la operación es posible. Buscamos al pescador más experimentado del pueblo, un tal Don Marco. Nos lleva en su canoa a observar la cachuela más de cerca, y nos dice que deberíamos esperar al menos cuatro días a que baje el nivel del agua, y con ello la fuerza de las olas —que en ese momento alcanzan casi los dos metros.
Ben y Fab ya están de regreso. Exploramos todas las opciones, hablamos con todos los expertos del pueblo. Cuando el resto del equipo regresa, llegamos a la conclusión: Don Marco tiene razón. Es nuestra mejor opción.
La decisión está tomada, el equipo completo, la aventura espera. Cada uno conoce su papel: Fabien coordina la maniobra mientras filma con el dron; Benjamin, Santi y yo embarcamos con Don Marco: uno filma desde la barca, otro sujeta a Pipilintu, y yo filmo desde la otra orilla.
Pero la comunicación por radio con quien debía soltar a Pipilintu sobre la cachuela resulta confusa. Suelta la balsa antes de tiempo, y nuestro barco deriva solo frente a los rápidos. No hay tiempo para que me dejen en la orilla.
La balsa es sacudida por los enormes torbellinos de la cachuela. Hay que recuperar nuestra mariposa. La encontramos algo deformada: una balsa desalineada, un soporte del remo doblado en ángulo recto. Pero sigue flotando con orgullo sobre el Río Béni. La operación es un éxito.
Rearmamos todo, cargamos nuestro equipo, y a la mañana siguiente volvemos a navegar para recorrer los treinta kilómetros hasta la frontera. Medio día de travesía y —otra vez— hay que vaciarlo todo, desatar las cuerdas, separar los dos cascos.
El camión-grúa llegará en dos días para cruzar los 300 km de zonas no navegables hasta Porto Velho. Sacar un barco del agua suele ser una operación rutinaria, pero Pipilintu no es un barco común.
Imaginen levantar dos enormes fardos de paja empapada, de unos 1500 kilos, de más de diez metros de largo y siete de alto. Hay una buena razón por la que los aymaras no sacan sus embarcaciones del agua —además del intenso olor a compost en descomposición que despide la parte sumergida. La totora resiste muy poco los esfuerzos localizados.
Las correas cortan las fibras. Los cascos crujen. Es como si escucháramos nuestros propios huesos quebrarse. Sabemos bien que dejará marcas irreversibles en Pipilintu.
Aun así, ahí está nuestra casa flotante, subida sobre la plataforma de un camión, que al día siguiente tomará rumbo a Porto Velho.
Esta vez, con Benjamin, partimos como exploradores para preparar la llegada del barco. Encontramos el flutuante (comercio flotante) de Gaucho, quien nos recibe con los brazos abiertos y nos alquila una habitación a precio simbólico, mientras reparamos el navío antes de retomar el viaje.
Cinco días bastan para rearmar, reparar y reabastecer. Tras la visita de la inspección naval de la marina brasileña y los últimos ajustes, llega el momento de iniciar la última parte del viaje: los 2200 kilómetros restantes. Una nimiedad.
Las despedidas están hechas, las amarras sueltas. Una última mirada al puerto industrial de la capital de Rondônia, y las mentes ya se vuelven hacia el horizonte y su misterio. La luz cálida del amanecer, las primeras olas que cubren el barco y los delfines rosados nos acompañan en lo que ya se anuncia como otra aventura totalmente distinta, llena de nuevos misterios y peligros.
Pipilintu retoma su vuelo hacia el océano.
Pero... ¿llegará alguna vez?