Al final de la navegación boliviana, las dudas resurgen: ¿seremos realmente capaces de llevar el barco hasta el océano Atlántico?
Cincuenta días después de su primera puesta en el agua (el 21 de junio, en el lago Titicaca) y tras veintitrés días de navegación por los ríos bolivianos, la balsa ya no es la misma.
Antes incluso de iniciar el viaje, muchos nos habían asegurado que no sobreviviría mucho tiempo.
« No es hecha para los ríos de acá, no sobrevivirá »
Estas palabras, susurradas por una abuela en Guanay — ciudad de inicio de la expedición — siguen resonando en mi cabeza cuando Fabien comparte sus dudas, evocando la posibilidad de un final prematuro debido al desgaste acelerado de la embarcación.
A menudo había considerado esa posibilidad, concluyendo siempre que la aventura seguiría siendo magnífica, y que, habiendo disfrutado cada minuto de la preparación, habría hecho las paces incluso con un barco que jamás hubiera navegado.
La balsa está hecha de totora, un junco pensado para el agua ligeramente salada del lago Titicaca. En nuestro clima amazónico, se descompone rápidamente, y la escoba de cada mañana nos recuerda que habitamos una embarcación orgánica, nacida de la tierra y destinada a volver a ella.
Se siente la totora más débil cada día. Al principio, tan dura como una madera amazónica, ahora se hunde bajo nuestros pasos en ciertos lugares. Más preocupante aún, la balsa se sumerge un poco más cada día, y ver las fotos de sus primeros días de navegación nos hiela la sangre.
A ello se suma una amplia colonia de insectos que comparte el borde con nosotros. ¡Un verdadero ecosistema! Cuatro especies de hormigas, termitas, yien-yien que insisten en quedarse, mientras abejas, avispas, mariposas y mosquitos van y vienen. Por suerte, grandes arañas — todas llamadas « Chloé » — mantienen cierto equilibrio, aunque nos hagan saltar cada vez que levantamos una taza o una vela.
A pesar de todas estas alarmas, seguimos positivos. La tripulación tiene más de un recurso y no es su primer desafío. Ya en los cuatro primeros días de navegación entre Guanay y Rurrenabaque, habíamos visto romperse, doblarse o desgarrarse muchos elementos. La balsa partió de allí tras un astillero improvisado, más robusta y más cómoda.
Porque este barco, tan primitivo y frágil como parece, posee una sorprendente capacidad de evolucionar y adaptarse. Trabajamos con materiales simples — madera, cuerda — y disponemos de una buena caja de herramientas que nos permite reparar en cualquier lugar, muchas veces incluso en plena navegación.
Cada crujido, cada hundimiento, cada hongo nuevo es un recordatorio de que navegamos sobre lo vivo. La balsa nos impone su ritmo y sus límites, se deshace, pero nos enseña cada día a aceptar el viaje con lo que se transforma, se descompone y se reconstruye.