Nos levantamos al amanecer, con frecuencia bajo el techo de comunidades indígenas; otras veces, lejos de toda presencia humana, entre los árboles de los bosques amazónicos. Desmontamos carpas y hamacas, para luego cargarlas en la lancha de la Armada; los mosquitos siempre están activos a esta hora, entonces embarcamos inmediatamente en nuestra balsa de Totora: Pipilintu.
Tras escapar de las copas de los árboles, los rayos del sol terminan de despertarnos; el río es dócil y la atmósfera es apacible, hasta que un par de guacamayos pasan volando sobre nosotros.
Los primeros movimientos del remo se sumergen en el agua con tranquilidad; mientras que un porridge generoso nos da la energía necesaria para elevar la intensidad.
A veces es el remo, a veces la vela y, en algunas ocasiones el motor: estos son nuestros métodos de propulsión. Los turnos duran 30 minutos: mientras que uno rema, otro permanece vigilante en la proa y los demás descansan tranquilamente.
En algunas ocasiones hemos tenido que empujar la balsa con nuestras manos; allí en el agua, las huellas de nuestros pies se cruzan y entrelazan con aquellas de los caimanes. Árboles, pájaros, peces, todos guiados por las corrientes que nos empujan hacia el océano: ese es nuestro nuevo ambiente.
A bordo, siempre nos divertimos: músicas de todo el mundo; historias de aventura o de libros, sin olvidar las innumerables discusiones abiertas, siempre marcadas por la tolerancia.
El mate y su bombilla siempre están a la mano, y la presencia de agua caliente siempre lleva a compartir un poco de Yerba.
A medio día almorzamos con las preparaciones del día anterior: carbohidratos, verduras crudas y una proteína. Siempre raciones generosas, ya que necesitamos tener fuerzas para el camino.
Con el estómago lleno y el sol en lo alto, es hora de la siesta. Algunos deben remar justo después de comer, lo que no siempre es un placer; por suerte, las hojas de coca llegan a llenarnos de más energía.
La felicidad se traduce en el momento en que, llenos de sudor, tomamos un baño: las aguas turbias son misteriosas, por lo que no nos detenemos allí, a menos que decidamos hacer un nado colectivo.
Luego, llega la hora de comer un delicioso fruto tropical: ya sea una toronja muy jugosa, una papaya bien dulce o una piña fermentada, siempre hay para todos los gustos. Además los snacks energéticos o dulces son el complemento perfecto.
Solemos perder algunas de nuestras pertenencias: nuestros cuchillos, lentes, bombillas y teléfonos ya se han encontrado con el fondo del río. Así, se han instalado redes de seguridad para evitar mayores contratiempos.
Las mejoras a la balsa son algo de todos los días, nuestra balsa está viva, crece, evoluciona y se desplaza a merced de las corrientes.
Los habitantes del rio por lo general tienen mucha curiosidad de vernos en el agua. Cuando llegamos a los pueblos, la acogida siempre es cálida, generosa y llena de expectativa.
En tierra firme los y las bolivianas nos inundan de preguntas: la balsa, nuestra forma de viajar y la expedición suelen ser tema de interrogación. Incluso los medios, a veces nacionales, nos invitan en sus transmisiones; así es cómo, poco a poco, va naciendo una popularidad y un gran reconocimiento por lo que estamos haciendo. Nuestros valores para la preservación cultural hacen que la población pueda sentirse orgullosa de su propio patrimonio. Además, en este viaje nosotros queremos demostrar que un viaje sobrio, a través del deporte y sostenible sí es posible.
Antes de que caiga la noche, jugamos football; aprovechamos nuestra estadía en los pueblos para hacer pequeñas reparaciones, o nos dejamos llevar en medio de las conversaciones que surjan en el camino.
La armada para nosotros representa un sólido apoyo en esta expedición: temas logísticos, las mejores rutas a seguir y un punto de contacto con las poblaciones locales. La marina boliviana facilita enormemente nuestro quehacer cotidiano. Nosotros vivimos y evolucionamos con ellos con ellos; de la cotidianidad de su base naval, se desprenden también relaciones humanas.
En los pueblos casi siempre nos prestan una casa con techo vegetal y ahí rápidamente volvemos a recrear nuestro campamento. A veces nos invitan a comer arroz y pescado: un verdadero clásico en esta región.
Luego preparamos la comida del día siguiente, casi siempre en hornos de leña.
Así, hemos terminado un día más en los ríos amazónicos, pero por ahora ha llegado la hora de encontrarnos con Morfeo.